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¿Cómo afrontar la muerte de un ser querido en tiempos de pandemia?

  • Jueves 15 de julio de 2021
  • 16:29 hrs

Marcelo Correa Schnake, académico del Departamento de Teología de la Universidad Católica del Maule y presidente de la Sociedad Chilena de Teología reflexiona sobre el desafío de afrontar la muerte de un ser querido.

La muerte es siempre difícil de afrontar, pero en pandemia, al no poder acompañar a nuestros seres queridos durante la enfermedad o al no tener la posibilidad de celebrar rituales fúnebres, por ejemplo, la pérdida pareciera doler más. ¿Cómo superar una situación tan desgarradora? ¿Cómo vivir el duelo en tiempos de coronavirus? El destacado teólogo Marcelo Correa Schnake, académico del Departamento de Teología de la Universidad Católica del Maule y presidente de la Sociedad Chilena de Teología, reflexiona al respecto en esta entrevista. 

—  Llevamos más de un año confinados. Espiritualmente hablado, ¿cómo podemos sobrellevar el agotamiento que deja el aislamiento?

El confinamiento busca protegernos del contagio del virus SARS-CoV-2, limitando los contactos físicos entre las personas. Indudablemente, esto lleva a reducir los encuentros con los conocidos y los seres queridos. Esta situación desarticula nuestros vínculos, lo que nos provoca tristeza y agobio, entre otros muchos efectos.

Hay dos cosas que podemos hacer ante esta situación, aceptar que necesitamos mantener la distancia y al mismo tiempo procurar crear nuevas formas de encuentro, es decir, necesitamos mantener el vínculo con los familiares, amigos y seres queridos. Si nos resistimos a aceptar la situación, nos arriesgamos a enfermar y enfermar a otros. En cambio, si la aceptamos, con ello, aceptamos también el desafío de crear nuevas formas de relacionarnos, descubriendo la importancia y valor de otras dimensiones de la existencia humana. 

Por ello, la actitud no debe ser la de aislamiento, sino la de guardar la distancia según nuestra condición sanitaria actual. Esa actitud debe estar motivada por el deseo de encuentro con los demás. Sin los otros no podemos vivir, quizás podemos sobrevivir, pero no vivir bien y alegres.

— La muerte es siempre difícil de afrontar, pero en pandemia, al no poder acompañar al ser querido durante la enfermedad o al no poder celebrar rituales fúnebres, la pérdida pareciera doler más. En su opinión, ¿cómo superar una situación tan desgarradora?

El dolor por la pérdida de un ser querido requiere ser atendido, se necesita hacer el duelo o dejaremos un proceso sin cerrar. De lo contrario esta situación nos acompañará siempre y saldrá a relucir del modo menos adecuado y en el momento más inesperado. 

Por otro lado, para vivir el duelo se requiere de otros que nos acompañen, el duelo no se vive sólo, la perdida no es sólo mía, sino de todos los que conforman la familia o la comunidad. Se requiere que nos abramos a los otros para compartir nuestros sentimientos, pensamientos y creencias. Esto exige que reemplacemos los antiguos ritos sociales por otros que procuren mantener los vínculos y las creencias. Si bien no podemos hacer los antiguos rituales acompañados de grandes grupos de familiares y amigos, podemos hacer encuentros con pequeños grupos, junto a celebraciones virtuales con aquellos que están más lejanos. Es un desafío para quienes acompañan a los dolientes crear nuevas formas y ritos que los vinculen al proceso, dando la posibilidad de despedir a los que nos dejan, expresando del mejor modo posible nuestro afecto y dolor por su partida en un contexto de esperanza, de que ese vínculo no se pierde, sino que se transforma y que en un futuro nuevamente nos reencontraremos.

— Finalmente, hablemos también de cuidado espiritual: ¿En qué consiste? ¿Cómo nos cuidamos espiritualmente?

Yo no soy de la idea de diferenciar tanto las cosas como para hablar de un cuidado físico desvinculado de uno espiritual, veo las distinciones de ambos aspectos, pero considero que lo central está en el vínculo de lo que somos. Yo entiendo al ser humano como espíritus encarnados o cuerpos espirituales. Esto quiere decir que me afecta lo que me alimenta, lo que hago, lo que siento, lo que pienso y creo, pues soy un ser integral, un todo. Por eso prefiero hablar de cuidados en general.

Sabemos que hacer actividad física libera las llamadas hormonas de la felicidad (dopamina y serotonina, endorfina y encefalina) pero también sabemos que nuestra vida es más que sensaciones físicas. Reconocemos la necesidad de un vínculo con otros, unos más estrechos que otros, que nos relacionen no solo físicamente, en el contacto corporal, sino también en nuestros afectos, pensamientos y creencias. Esas dimensiones del ser humano las solemos llamar afectivas, intelectuales y espirituales.

Para cuidar esta dimensión espiritual, es decir, de nuestras creencias, de aquello que es fuente de sentido de nuestras vidas, tenemos que considerar todas las dimensiones del ser humano, es decir cuidarnos como un todo. San Ignacio decía que para hacer un buen retiro espiritual había que estar descansado y bien alimentado o de lo contrario terminaríamos con alucinaciones producto del sueño y el hambre. 

Cuidarnos espiritualmente significa atender nuestra humanidad en su integridad, es decir atender nuestras necesidades físicas, emocionales, racionales y de sentido de la vida. Siendo esta última, la del significado de la vida la que define las anteriores. En la dimensión espiritual debemos atender y confiar primeramente en nosotros, en nuestras sensibilidades, intuiciones y creencias. Esto en concreto y en primer lugar implica darnos tiempo para nosotros, para detenernos y estar un momento con nosotros mismos, dejarnos interpelar por aquello que nos cuestiona o nos inquieta (a lo que le tememos), lo que nos gusta hacer, aquello que nos relaja y vincula con nosotros mismos. En un segundo momento, debemos darnos el tiempo y el espacio para estar con otros, encontrarnos con los que vivimos, que sean momentos de calidad, aunque sean breves. Dejándonos interpelar por los otros, sus vidas, sus preguntas, sus problemas, sus sentimientos, sus pensamientos y sus creencias. Sólo así crecerá en nosotros una dimensión que no podemos tocar ni ver, pero que es fuente de vida, me refiero al vínculo con los seres queridos y las demás personas. Y un tercer momento, que también puede ser el primero, abrirnos a lo que no podemos entender, a lo diferente, a lo que nos sorprende, asusta y maravilla, a lo desconocido y absoluto, eso que contrasta con nuestra debilidad y finitud.

Como seres humanos buscamos conformar relaciones seguras, pero la realidad en que vivimos es incierta y cambiante, lo que complica nuestras vidas. Pensemos cuánto más incomprensible y radicalmente distinta es la dimensión espiritual, conformada por lo radicalmente distinto a nosotros. Aquí entramos en la dimensión de lo luminoso, lo divino, lo misterioso. 

Para atender y cuidar esta dimensión, necesitamos relacionarnos habitualmente con ella, abriéndonos y acogiendo lo diferente en nuestras vidas, ya sea una cosa, una idea, un sentimiento, una persona, una situación o el mismo Dios. Primero escuchándole, luego preguntándole, queriendo conocerla para estar con esa nueva realidad, convirtiéndonos en cierta forma, en místicos, en seres que se vinculan con el misterio. Sólo así nos acercamos a la dimensión espiritual que es parte de nuestra realidad humana.